Angelita: la abeja que susurra en silencio.

 

En lo profundo del bosque, en los huecos de muros o dentro del tallo de un árbol, vive una abeja diminuta que parece un secreto de la naturaleza: la angelita. Su nombre científico es Tetragonisca angustula, pero las personas la conocen por su ternura y muchas veces no por su taxonomía.

No tiene aguijón. No lo necesita. Su defensa es la sutileza. Se cuela entre las flores con la delicadeza del aire y trabaja en silencio, casi invisible, pero incansable. La angelita es una abeja nativa de estas tierras, de Colombia y de casi toda América Latina, y aunque su cuerpo cabe en la yema de un dedo, su impacto es inmenso: poliniza huertas y jardines, y flores de selvas enteras dónde habita.

Sus nidos son pequeñas ciudades de cera y propóleos donde reina el orden. A la entrada, construyen un tubo de cera, como un faro diminuto que guía a las obreras en su ir y venir. Y adentro se encuentra la reina, de mayor tamaño y cómo sucede con sus parientes Africanizadas (Apis mellifera) las obreras cambian de roles a lo largo de su vida, siendo cuidadoras de los huevos y crías, guardianas de la colonia, limpiadoras y recolectoras de néctar, resinas de plantas y polen.

La miel que produce esta abeja no se parece a ninguna otra y en muchas comunidades se utiliza más como un remedio que como un endulzante. Una cucharadita basta para aliviar la garganta o sanar una herida. No es solo alimento: es medicina.

Conocer sobre la angelita es cuidar un legado.

En tiempos de monocultivos y pesticidas, estas abejas nativas resisten. Siguen buscando flores y dulzura.

Hay quienes pasan por la vida sin notar su existencia. Pero si te detienes, si la miras de cerca, verás en sus alas el brillo de lo esencial: lo pequeño, lo colectivo, lo que se construye sin prisa. La angelita nos recuerda que hay formas de habitar el mundo sin herirlo. Que hay mieles que no solo endulzan, sino que sanan.

Ilustración: Claudia Rojas (@naturaleza.ilustrada)

 

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